Pocas historias hay en el
atletismo tan fugaces y dolorosas, y tan rodeadas de misterio, como la de Wang
Junxia, plusmarquista mundial de 3.000 y 10.000 metros desde septiembre de 1993.
Tenía entonces 20 años. Tres años más tarde, después de proclamarse campeona
olímpica de 5.000 metros y subcampeona de 10.000 en los Juegos de Atlanta, Wang
desapareció del mapa. Dejó el atletismo completamente.
De Wang, nacida en China en 1973,
no se supo más hasta hace unos meses. Se supo que estaba viva porque la IAAF la
seleccionó para su Salón de la Fama. Fue como la señal de la vuelta a la vida,
o a la actualidad, como ella misma reconoció el lunes, charlando en una
cafetería de Madrid, donde está unos días de turismo junto a su marido,
visitando a su amiga Liu Dong, quien vive en la capital desde que se casó con
el técnico Luis Miguel Landa. Junto a todos, y con su colaboración, contó su
historia.
“Vivíamos
sin radio, tele, periódicos... no sabíamos que creían que nos dopábamos”
Su vida, su carrera, siempre se
han contado como un pequeño apéndice de una historia más grande, la de Ma
Junren, el tiránico entrenador, vilipendiado por la prensa occidental, que le
acusó abiertamente de dopar a sus atletas,
el famoso Ejército de Ma que revolucionó el fondo mundial
aquel 1993, y también ridiculizado en Europa y en Estados Unidos cuando hablaba
de que su secreto era la sangre de tortuga y sopa de caparazón y caldo de
crestas de gallo.
“Pero el secreto no era otro que
el entrenamiento”, dice Wang, traducida por su marido, Huang Tianwen, con quien
vive en Denver (Estados Unidos) desde 2008. “Estuve tres años con Ma, de los 18
a los 21, y lo único que hacía era entrenarme. Nada más: dormir, correr,
entrenarme, dormir, competir. Una vida muy sencilla, un entrenamiento de
caballos, y mucho frío. Nos entrenábamos hasta lesionadas. Sufríamos todos los días”.
Una vida que comenzaba a las
cinco de la mañana, cuando empezaba a correr 30 kilómetros en ayunas —“y
corriendo de verdad, no rodando, sino corriendo a tope, luchando, luchando
desde la salida”, precisa— y continuaba con otros 20 kilómetros por la tarde.
Todos los días. Una vida que alcanzó todo su esplendor en 1993, el año
increíble que desafía toda la lógica. Quizás solo el gran Paavo Nurmi pueda en
la historia haber hecho tanto y tan distinto un mismo año. En abril corrió un
maratón en 2h 24m, récord asiático; en agosto, ganó en Stuttgart el Mundial de
10.000 metros; entre el 8 y el 13 de septiembre fue capaz de lo siguiente:
correr un 1.500 en 3m 51,92s, la cuarta mejor marca de la historia actualmente,
batir en dos ocasiones el récord de los 3.000 metros (lo dejó en 8m 6,11s, una
marca a la que nadie se ha acercado desde entonces a menos de 6s) y batir
también el récord mundial de los 10.000 (29m 31,78s, la segunda mejor marca
conocida es 22s más lenta), y en octubre corrió otro maratón por debajo de 2h
30m.
“No sabía que nadie había sido
capaz de hacer eso nunca. En aquel momento yo no pensaba en cómo me miraba la
gente, si era una sorpresa o sospechaban, pero ahora mismo, 20 años después, yo
también me sorprendo y pienso ¿Dios mío, cómo podía correr tan rápido?”, dice.
“No nos enterábamos de nada. No sabíamos que pensaban fuera que todo era
dopaje, porque solo nos entrenábamos y entrenábamos. Vivíamos en una residencia
cerrada, sin música, sin periódicos, sin radio, sin televisión, no sabíamos
nada”.
Su marido no resiste e
interviene. “Wang nació para correr. Era feliz corriendo, el sufrimiento era
por otra cosa. Ella corría con la cabeza, no con las piernas”, dice. “El
entrenamiento era importante, pero el milagro lo hacía su naturaleza. Ella es
un milagro”.
“Nos
entrenábamos hasta lesionadas, 50 kilómetros diarios, 30 en ayunas”
Wang es un milagro de la
naturaleza que soporta los castigos de Ma —“les pegaba”, dice su marido, “pero
no por entrenarse mal, sino por otras cosas, por pintarse, por dejarse el pelo
largo, por usar sujetador... Era como el ejército”— pero no eternamente. En
diciembre de 1994 lidera un motín: todas las atletas salvo Qu Yunxia, aún
plusmarquista mundial de 1.500, huyen de Ma.
¿Por qué? “No lo puedes saber
ahora. Estamos escribiendo un libro. Ahora no lo quiero decir. Compra el libro
y lo sabrás todo”, responde sin tapujos. No confirma si es, como se publicó en
su momento, porque Ma se quedó con sus premios, porque, como alguien dijo, se
quedó con el Mercedes que le dieron por ganar el Mundial de Stuttgart y lo
estrelló adrede, para hacer daño. Es todo. “Es una larga historia, una
acumulación de pequeños detalles. No solo una cosa, muchas...”.
“Su
técnico le pegaba por llevar el pelo largo, usar sujetador...”, recuerda su
marido
Con un nuevo entrenador, Mao
Dezheng, Wang se prepara para los Juegos de Atlanta, el principio de su final.
Wang cuenta cómo Ma le amenazaba, llamaba a su familia, que vivió tan
angustiada como ella, temiendo por su vida. “Conseguí llegar y ganar los 5.000
metros y ser segunda en los 10.000, pese a que los corrí debilísima, enferma de
diarrea, con migrañas, con fiebre y sin fuerzas. No pude ni calentar”, dice
Wang.
“Lo peor ocurrió después”.
“Ma, que era el director de
atletismo”, toma el relevo el marido de Wang, “se vengó prohibiéndole comer en
el centro de atletas, le dejó sin dinero, sin lugar para entrenarse, sin
entrenador. Le obligó a retirarse. Otras mujeres, otra gente, dijeron que trató
de matarla, otra gente”.
“Ma era muy fuerte en China
entonces, tenía mucho poder y dijo en público que si yo volvía a correr, me
rompería las piernas o me cortaría la cabeza, o a mi familia. Por eso lo dejé
todo, porque mi madre me lo suplicó. ‘No corras más, que te van a matar’, me
dijo”, recuerda Wang. “Yo sufrí una crisis de depresión, tristeza y estrés”.
“Cambié
de técnico y Ma, muy poderoso en China, dijo que me rompería las piernas”
Wang salió de la crisis. Se casó.
Tuvo un hijo. Mendigó al Gobierno —“ya que no me dejáis correr, dejadme salir
al extranjero”— y le permitieron ir a estudiar inglés a Boulder, en Estados
Unidos, en 1998. “Allí la conocí en 1999, en una recepción por la visita del
primer ministro chino”, dice su marido, su segundo marido. “Luego ella volvió a
China y estudió Derecho en Pekín. Y volvió a correr en 2000, enseñando a la
gente cómo mejorar su salud. En 2008 volvimos a encontrarnos en Shanghái. Nos
casamos en el año olímpico en China y nos fuimos a vivir a Denver, donde
trabajo. Tenemos una hija”.
“Yo solo soy ama de casa, ayudo a
mi marido”, dice Wang. “Quiero olvidar el atletismo, pero no puedo. No quiero
correr más. Y mi hija, si quiere ser atleta, que lo sea, como si quiere ser
cantante. Quiero que haga lo que le haga más feliz”.
“Wang hizo lo que quería, lo que
le hacía feliz, y por eso batió récords, no es que corriera para batirlos, sino
para ser feliz”, resume su marido. “No le gustaba entrenarse, sino correr. Se
retiró joven y podría haber batido más récords. Se retiró porque quería
proteger su vida. Porque en vez de batir (break, en inglés) récords, le
habrían roto (break) las piernas”.