Me ha parecido interesante compartir con todos vosotr@s el post de Sergio del Molino que me ha enviado Gille, atleta de La Escuela, que publicaba en su blog el 30 abril de 2014 http://sergiodelmolino.com/
MEJOR QUE NOSOTROS
No me gusta el fútbol. Me siento
obligado a aclararlo. De hecho, mi sentimiento va más allá de no gustarme: me
desagrada profundamente el fútbol y todo lo que se le asocia. Es algo terrible
esto que me pasa, ya que vivo en un mundo en el que no puedo escapar de él. Por
más que me esfuerce por ignorarlo, siempre se cuela algún conocimiento
indeseado. Sin embargo, yo soy incapaz de contagiar mis pasiones a nadie. Por
mucho que me apasione una novela de Thomas Bernhard, la inmensa mayoría de la
gente vive tan feliz sin saber quién coño es Thomas Bernhard. Mientras, yo
estoy condenado a saber quién es Gerard Piqué, quién es su novia y quién es el
Cholo Simeone. Para ignorar toda esa información no deseada tendría que vivir
en una cueva, sin comunicaciones ni tratos con los humanos, cazando jabalíes
con lanza y recolectando frutos. Los fans de Piqué, su novia y el Cholo
Simeone, en cambio, no tienen que filtrar información sobre mis gustos e
intereses, porque esa información, sencillamente, no les llega por ningún
medio.
Preferiría no enterarme de nada,
pero, como me entero, a veces elaboro juicios, como los elaboro sobre la obra
de Thomas Bernhard. Tampoco puedo apagar el cerebro. Y esta semana me he
enterado de que el Real Madrid ha eliminado al Bayern de Múnich. Y ya sabía que
el entrenador del Bayern era Pep Guardiola, que antes lo había sido del Barça.
Y sé que Guardiola tiene fama de elegante, listo, lector y, sobre todo, de ser
muy bueno en lo suyo. De los mejores del mundo, pero sin la prepotencia y
sordidez que adorna a muchos otros genios de la cosa del entrenar. Es un tipo
pulcro, de modales refinados, que por lo visto traslada su elegancia y
refinamiento al juego que dirige en sus equipos, si es que puede haber
elegancia y refinamiento en un deporte que consiste en tipos vestidos con
calzones de colores horteras y chillones que corren, se empujan, se tiran al
suelo fingiendo dolores de parto, escupen y se dirigen al árbitro (un señor
mayor y musculado vestido de una forma también ridícula) con insultos que
acompañan de tocamientos genitales en la propia entrepierna.
Yo sabía estas cosas de
Guardiola, aunque preferiría no saberlas, pero todo eso hacía de Guardiola un
tipo que me caía simpático. Alguien con quien no me importaría compartir café o
mesa de restaurante si se diera el caso. Un tipo no sé si interesante, pero sí
una compañía agradable. Y las compañías agradables son raras de encontrar, así
que me parecía muy bien el tal Guardiola, y cuando me enteraba de algún éxito
suyo, me alegraba casi sin querer. Suponía que ganar cosas le haría feliz, y me
gusta que la gente que me parece agradable y esforzada sea feliz. Tengo una
empatía primaria que funciona a un nivel muy básico.
Pero también me he enterado de
que mucha gente detesta a Guardiola. Le detesta porque gana muchas cosas y
tiene mucho éxito, pero, sobre todo, le detesta por la forma en que gana y
tiene mucho éxito. Les irrita que sea un tipo educado y hasta que sea guapo. No
soportan su forma de vestir, de moverse o de hablar. No aguantan que vaya a
trabajar a Alemania y se esfuerce por hablar alemán. Al parecer, muchos ni
siquiera soportan que sea catalán o que se llame Pep. ¿Qué se habrá creído el
tío este, hablando alemán y apellidándose Guardiola?
La pregunta miserable que recorre
ese odio es un viejo mantra de los amargados y frustrados: «¿Este tipo se cree
mejor que nosotros?»
La evidencia de que,
efectivamente, es mejor que ellos en tantos aspectos y niveles, no les arredra,
y se aprestan a buscarle el lado oscuro. Si alguna vez pierde un poco los
papeles en una rueda de prensa y se sale de su papel educado para responder con
acritud a una pregunta, lo celebran como un triunfo. Miren, no era tan
educadito, al fin y al cabo. Y si, como ayer, pierde una eliminatoria
importante, lo celebran con ruido y furia. Miren, no era tan bueno, al fin y al
cabo, aúllan como bestias.
Lo de Guardiola es representativo
de una actitud nacional. No sé si universal, pero, desde luego, muy
generalizada en España: la demolición de la excelencia. Uno puede entender
(hasta cierto punto) la envidia profesional. Entiende que un profesional
mediocre se sienta amenazado por un profesional brillante y trate de ponerle
palos en las ruedas (aunque la comprensión no mitigue la repulsión que me
provoca). Pero esto va mucho más allá. La gente que odia a Guardiola no codicia
su puesto ni quiere para sí el reconocimiento del que él disfruta. Y, sin
embargo, ansían verle fracasar. En todos los niveles. No sólo gozan de
contemplarle en la derrota profesional, sino que aplaudirían encantados si se
descubriese algún asunto turbio relacionado con su vida privada. Algo que
demostrase que no es una buena persona. Cualquier cosita les valdría, no
tendrían por qué descubrirle a unos niños secuestrados en el sótano de su casa.
Con que trascendiera una desavenencia matrimonial o un conflicto menor con un
hijo, se quedarían satisfechos. Porque así quedaría demostrado que Guardiola es
como ellos, que se le puede reducir al mínimo común denominador.
Dice Javier Gomá que no
soportamos a las personas excepcionales porque subrayan nuestras miserias, que
preferimos rodearnos de personas peores que nosotros. El buen ejemplo, lejos de
inspirarnos, subraya nuestros defectos y nos hace sentir peor. El mal ejemplo,
en cambio, nos reconforta, porque nos da la sensación de que lo hacemos todo
bien aunque no nos esforcemos en ello.
Esa primera persona del plural es
retórica, porque yo no me reconozco en ella. Debo de ser un espécimen muy raro,
porque a mí sí que me inspira la excelencia ajena. No deseo ver caer a quien
triunfa, no deseo ver gruñir al amable ni que se vuelva feo el guapo. Creo que
hay personas mejores que yo, mejores que todos nosotros. Creo que hay personas
excepcionales, que destacan por méritos propios no sólo como profesionales,
sino como seres humanos. Gente que brilla, que tiene mejores sentimientos que
la mayoría y los sabe expresar mejor, que se comporta mejor que la mayoría de
la gente. No sólo no puedo compartir las risotadas de los amargados que desean
reducirlo todo a su ínfimo mínimo común denominador, sino que las detesto tanto
como detesto el fútbol.
Hay días en que no soporto el
ruido del mundo. Mi iPod no tiene volumen suficiente para aislarme de él
mientras paseo por sus calles llenas de gente pequeña y amarga.
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